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Un laberinto puede adoptar varias formas, por ejemplo, dos espejos enfrentados pueden crear un laberinto visual, un espacio infinito. La sensación de perderse en un laberinto de paredes es diferente a la de perderse en un laberinto de espejos. En el primero, uno se pierde en el espacio físico; en el segundo, en una ilusión. Al pintar un paisaje del natural, el artista adapta la visión de un lugar inmenso a un tamaño manejable, de modo que un árbol que en la realidad mide cinco metros ocupa diez centímetros en el lienzo. Una vez terminada la obra, se enmarca y se coloca en otro espacio, convirtiéndose en un paisaje enmarcado. El paisaje desenmarcado, por el contrario, sería aquel que carece de un marco que lo diferencie de la visión real. El paisaje llano actúa como un laberinto sin paredes en el que uno puede perderse por carecer de referencias; al mismo tiempo, el paisaje pintado reproduce ese laberinto y la ilusión mimética de ser algo alcanzable. Fuera del contexto natural la obra pierde su sentido, pero insertada en su espacio natural, esa visión reducida se amplía como un espejismo. El espacio se reduce y se amplía al mismo tiempo, confundiendo al espectador, como cuando entra en un laberinto en el que sólo hay un camino que lleva al origen.